Yo he visto cosas que vosotros no creeríais... atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. (Blade Runner, 1982)
Nuestra relación con el mundo y con nuestra interioridad consiste en experiencias que tienen como destacadas vivencias privadas imágenes. Para Antonio Damasio, que aporta base científica a ciertas cuestiones de importancia relacionadas con el tema que aquí se trata, «las imágenes se construyen bien cuando nos relacionamos con objetos, sean personas, lugares o dolores de muelas, del exterior del cerebro hacia su interior; bien cuando reconstruimos objetos a partir del recuerdo, por así decir, de dentro a fuera» (La sensación de lo que ocurre. Cuerpo y emoción en la construcción de la consciencia). Damasio, en su obra, asume aplicándolo a la perspectiva de su campo —lo que, tal vez, venía siendo expresado más dispersamente por un conjunto de aportaciones anteriores— que entre las imágenes posibles están las imágenes visuales, pero que también se puede hablar de imágenes auditivas, olfativas, gustativas y somatosensoriales.
Las imágenes que se generan en nuestras mentes, a partir de relaciones sensoriales con cosas existentes, lo harían con ayuda de «las cualidades sensoriales simples» denominadas qualia (un quale, en singular, es ese algo que confiere identidad y nos hace concebir diferentemente y concretamente un color, un sonido, una caricia, etcétera), recreando una escenificación consciente con imágenes que pasan efectivamente a la consciencia y otras que se forman, pero quedan fuera de ella. Las imágenes evocadas mentalmente son menos vívidas. He empezado con una concepción no acostumbrada de las imágenes generadas en nuestras mentes que incorpora los demás ámbitos sensibles, y consideraré después, entre otras cosas, que se pueda hablar de «imágenes naturales» también para cualquiera de los sentidos y que a estas (partiendo de una habitual inclinación no excluyente hacia las visuales) les sea concedida una mayor y mejor atención. Trataré, de esta forma, de dibujar aquí un esbozo en pos de una mejor comprensión del contexto visual poniendo en orden algunos argumentos.
Demasiadas definiciones y usos de «imagen» se refieren sólo a las imágenes visuales que se pueden de alguna forma crear mediante dibujo, pintura, fotografía, cine, video, etcétera, y con sus vertientes digitales: dibujo digital, pintura digital, fotografía digital, videojuegos...; desde tiempo reciente incluso se pueden crear de forma automatizada e inusitada con IA. Estas serían imágenes culturales o artificiales. En el ámbito restringido de lo visual, la teoría dominante suele pasar por alto las imágenes naturales y se detiene obsesivamente en las creaciones humanas. ¿Por qué dar tanto pábulo, como suele ocurrir, a las costumbres o hábitos visuales que implican un gran consumo de producciones visuales, o un elevado disfrute de los mismos, en detrimento de otro tipo de miradas que están necesariamente atentas a todo lo que ofrece el ambiente?
Estamos hablando, además, de imágenes de distinta especie que tienen cada cual su importancia. Las imágenes visuales llamadas naturales serían —en mi opinión, que difiere de las comúnmente admitidas— todas las que, en condiciones adecuadas, inundan las vidas de los videntes cuando la luz suficiente en el lugar donde se encuentran estimula sus ojos, incluya este lugar imágenes artificiales o no. Y ocurre que nuestra capacidad de abstraernos inmersivamente en la contemplación de las imágenes artificiales o culturales, cuando pasamos a verlas en «modo lectura de imágenes», nos hace olvidar que estamos usando el mismo sistema visual para ver una película en pantalla que para contemplar el mar desde la orilla.
Habría una impostura en alabar enormemente las elaboraciones del chef y en menospreciar el hecho de que se disfrutan con el mismo sistema gustativo que sirve para degustar una fruta recién cogida del árbol; o embriagarse con los perfumes e ignorar que el mismo olfato recibe, y al tiempo proporciona mediante su biológico funcionamiento, el olor natural de los cuerpos y de los diversos ambientes; apreciar la música y la lengua hablada, pero no comprender que comparten ser sonidos —que nos llegan y que acontecen como percepciones— con el rumor de las olas, el crepitar de las hojas de los árboles ante el viento, los miles de ruidos cotidianos. No debería haber oposición civilizatoria para el hecho de concederles valor, el que tienen, a nuestras visiones: a las imágenes naturales que por la razón que sea nos resultan especialmente significativas. Y poder extraer de ellas legitimadas consideraciones y tener reacciones de todo tipo, incluidas estéticas, filosóficas, políticas o sensuales, de forma semejante a cómo está legitimado responder de esa manera ante unas fotografías de Man Ray vistas en el museo. Consideraciones y sentimientos no necesariamente vertidos en narraciones, en dibujos, o en procesos terapéuticos, pero susceptibles de ello.
Serían las imágenes visuales naturales, por lo tanto, las que, de entre todo lo que existe ante nuestros ojos, podemos ver por nosotros mismos, siendo inmensamente abundantes y potencialmente significativas. Son las imágenes, primigenias además, que estarían siendo obviadas en la teoría y en la práctica. Una Iconosfera sensible y abierta al acervo biológico que representan las imágenes naturales, en el amplio sentido, además, que se incorpora al tener en cuenta que las imágenes pueden serlo de cualquier modalidad sensorial, sería mucho más valiosa que una Iconosfera restringida a la sola consideración de las imágenes visuales artificiales. De la forma en la que están las cosas, ni un tipo de imágenes, las naturales por defecto, ni el otro tipo, las artificiales por exceso, son objeto de un adecuado conocimiento. Lo que provoca, en la teoría y en la práctica, graves inconvenientes debidos a una difícil sintonía. Se da una desatención a una clase de imágenes, las naturales, a las que, sin embargo, se les concede el estatus de imágenes por derecho propio. Siendo admitida su existencia no se ha alcanzado aún un cabal entendimiento de las mismas. Y se pasan por alto sus complejas implicaciones.
También ocurre que se suele hablar de las imágenes sin establecer previamente unos contextos y definiciones que posibiliten la comprensión de lo que se trata. Y no se suele lidiar satisfactoriamente con la polisemia de la palabra «imagen». Michel Pastoureau en su libro Los colores de nuestros recuerdos dice que «a lo largo de los siglos el color se ha ido definiendo sucesivamente como una materia, luego como una luz y, al final, como una sensación» y que hemos heredado esta triple definición. Creo que tal reflexión es también aplicable a las imágenes, por lo que a veces me parece que es inevitable referirse a ellas no sin cierta ambigüedad. No obstante y dentro de estos márgenes difusos, podría tratar de hallarse concreción conceptual. Considero, además, que lo visible y la visión nacen o surgen de forma natural, respectivamente, en el cosmos y en los seres vivos que este alberga, con una fecundidad y una importancia enorme, antes de que, ya en la actualidad, sea necesario tener en cuenta las formas de visión artificial que hoy son posibles y cuyo mayor desarrollo se espera para el futuro (distíngase entre visión natural/visión artificial e imagen natural/imagen artificial o cultural).
Se puede mantener, de todos modos, que las imágenes naturales, al fin y al cabo, son más bien etéreas, inasibles o inmateriales y que difícilmente se pueden objetivar. Pero a esto se puede aducir, sin afán de exhaustividad, la base ontológica que la neurociencia permite ubicar; que existe la intersubjetividad que nos permite contrastar y compartir visiones; y, algo capital, que estas imágenes transcurren en el soporte más caro de los existentes: nuestro propio ser.